sábado, 16 de marzo de 2013

La comida en la boca





Era una mujer increíble. Lo había hecho. La gran proveedora. Una pistola calibre 22. Usada. Muy usada. Él ni siquiera recordaba habérsela pedido.


Le había dado la teta hasta los siete años. Y los potitos. Y, hasta bien entrado en la adolescencia, la comida en la boca. Sin resistencia. En cierto modo, tantos años más tarde, le seguía dando la teta. Ahora en forma de pastillas y cocaína. Nunca lo había dejado tirado. Su madre era la mujer de su vida. Se lo dio todo. La fecha se había ido retrasando, y ella era quien le regalaba las prórrogas semanales. Él no tendría ocasión de hacer lo mismo con sus hijos.


El amor es un páramo desolado, solía decir cuando estaba a solas. Practicaba. Lo decía en voz alta. Páramo. Desolado. Interpretaba. Cuando ella llegaba, él actuaba. El amor es un páramo desolado, mamá. Consolaba a su hijo dándole lo que esperaba. Asentía y decía cabizbaja –sin haberlo ensayado en casa-: De nada, hijo.


Uno tenía que sobrevivir al otro. No se ponían de acuerdo.


No siempre la muerte es estúpida. Pero a veces sí.  A su alrededor había dos botellas de plástico, un frasquito, una caja de pizza, una porción de pizza, dos dibujos de cuando dibujaba manzanas, un muestrario de colores de una marca de pinturas industriales, un vómito que no sirvió de nada.


No podía decir que no se lo esperara, pero la madre se sorprendió como si no se lo esperara. Enseguida llamó al 112. Esperó que llegaran sentada en el sillón. Mirando a su hijo. Sin atreverse a tocarlo. Muerta de un miedo incomprensible.


¿Qué iba a ser de ella ahora que el sentido de su vida había esperado hasta el domingo a las seis de la tarde para no escribir mensaje alguno antes de volarse la cabeza?


No pensó en el frío que sentía. Lo primero que le preguntaron los del Samur fue si conocía al muerto. Lo primero que le preguntaron los polis fue si conocía la pistola. Dijo que sí, claro. Asintiendo cabizbaja. Muerta de frío. Sin temblar ni un poco.


De primero voy a tomar un atajo.

martes, 5 de marzo de 2013

Tu fe de erratas





Escribes una novela para otro. Crees que siempre que escribes lo haces para otro. Pero en este caso lo haces para otro que no está dentro de ti, por así decirlo.


Si le apasiona el dorado, se hace gárgaras cuando estas en casa, y cree que eres el amor de su vida, esa chica con la que vives desde hace 18 años no puede estar convencida de que te tendrá por siempre.


El suicida pensaba que había trenes que sólo pasaban una vez en la vida.


Decidir en qué tiempo escribir. ¿Presente o pasado? ¿Soleado o lluvioso? ¿Sólo o acompañado?


Si respondiera todas las preguntas antes de ponerme a escribir, no habría escrito nada. Aún habiéndolo hecho, hay días –hoy no es uno de esos, lo siento- en los que creo que no he escrito nada.


Borges se vanagloriaba –o decía vanagloriarse- más de lo que había leído que de lo que había escrito. Yo me vanaglorio de no poder vanagloriarme de ninguna de las dos cosas.


La nieve no cae. El río no fluye. El problema es uno, que no encuentra verbos mejores.


Cuando deja de nevar recuerdas cosas.


Frases cortas. Libros cortos. ¡Largo de aquí! Corto de allí.


El diablo no existe, pensó. Eso que se me acaba de meter en el cuerpo tiene que ser otra cosa.


Te dijo que no podía seguir así, que debías elegir entre quedarte con ella o con tu fe de erratas.  ¿A cuál de las dos le dirás que no se deje olvidada ninguna braguita al salir?


La puerta entreabierta como frontera infranqueable. Posible título de la ponencia que preparas. Inspirada por la puerta del dormitorio de tus padres durante los largos años -¿explicarás lo de largos?- de tu infancia y adolescencia. Sombras desde las que aprendiste a espiar y a no hacerlo. 


Creías que la solución llegaría cuando te compraras un GPS de espejismos. Dinero tirado a la basura.