Era una mujer increíble. Lo había
hecho. La gran proveedora. Una pistola calibre 22. Usada. Muy usada. Él ni
siquiera recordaba habérsela pedido.
Le había dado la teta hasta los
siete años. Y los potitos. Y, hasta bien entrado en la adolescencia, la comida
en la boca. Sin resistencia. En cierto modo, tantos años más tarde, le seguía
dando la teta. Ahora en forma de pastillas y cocaína. Nunca lo había dejado
tirado. Su madre era la mujer de su vida. Se lo dio todo. La fecha se había ido
retrasando, y ella era quien le regalaba las prórrogas semanales. Él no tendría
ocasión de hacer lo mismo con sus hijos.
El amor es un páramo desolado,
solía decir cuando estaba a solas. Practicaba. Lo decía en voz alta. Páramo. Desolado. Interpretaba. Cuando ella
llegaba, él actuaba. El amor es un páramo
desolado, mamá. Consolaba a su hijo dándole lo que esperaba. Asentía y
decía cabizbaja –sin haberlo ensayado en casa-: De nada, hijo.
Uno tenía que sobrevivir al otro.
No se ponían de acuerdo.
No siempre la muerte es estúpida.
Pero a veces sí. A su alrededor
había dos botellas de plástico, un frasquito, una caja de pizza, una porción de pizza, dos
dibujos de cuando dibujaba manzanas, un muestrario de colores de una marca de
pinturas industriales, un vómito que no sirvió de nada.
No podía decir que no se lo
esperara, pero la madre se sorprendió como si no se lo esperara. Enseguida
llamó al 112. Esperó que llegaran sentada en el sillón. Mirando a su hijo. Sin
atreverse a tocarlo. Muerta de un miedo incomprensible.
¿Qué iba a ser de ella ahora que
el sentido de su vida había esperado hasta el domingo a las seis de la tarde
para no escribir mensaje alguno antes de volarse la cabeza?
No pensó en el frío que sentía.
Lo primero que le preguntaron los del Samur fue si conocía al muerto. Lo
primero que le preguntaron los polis fue si conocía la pistola. Dijo que sí,
claro. Asintiendo cabizbaja. Muerta de frío. Sin temblar ni un poco.
De primero voy a tomar un atajo.